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¿Adónde ha ido a parar nuestra empatía?

18 Jul 2014
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«Es una tarde soleada y el zoológico infantil situado frente al supermercado local ha atraído a más gente de lo habitual. Tanto niños como padres se aprietan contra la valla de madera, algunos inclinados por encima con los brazos extendidos. Saco una de las zanahorias que he traído para la ocasión y se la ofrezco a un lechón, con la esperanza de atraerle y poder acariciarlo. Por algún motivo, siempre siento la necesidad de conectar físicamente con los animales. El deseo de tocarlos y acariciarlos es casi instintivo.

Y no soy la única. Observo a los niños, con los ojos bien abiertos y que gritan de placer cuando uno de los lechones acepta sus regalos y consiguen acariciarle en la mejilla o la cabeza. Veo a los adultos reír con afecto cuando el animalito engulle la comida sin pensar, haciendo caso omiso de las manos infantiles que lo rodean. Me fijo en la atención que recibe una vaca solitaria, a la que llaman desde todas partes. Cuando, sin motivo aparente, escoge mi manojo de hierbas, siento que me embarga la ternura. Le acaricio la nariz aterciopelada, mientras los niños se acercan para tocarle la cabeza y el cuello.

Las gallinas también despiertan interés y diversión. Los niños se ponen en cuclillas para pasar migas de pan a través de las aberturas de la valla, sonriendo de oreja a oreja cuando las aves picotean el suelo y, de vez en cuando, se detienen y miran a la multitud inclinando la cabeza. Como es de esperar, los espectadores comentan lo adorables que son los polluelos, cubiertos de pelusa, que pían y saltan sin objetivo aparente.

Es algo digno de ver. Los niños ríen y aplauden, las madres y los padres sonríen y todo el mundo está decidido a tocar y a ser tocado por los cerdos, las vacas y las gallinas. Sin embargo, estas personas que sienten el impulso incontenible de entrar en contacto con los animales y que, de niños, quizás lloraron al leer Charlotte’s Web* y dormían abrazados a sus cerdos u ovejas de peluche, esas mismas personas pronto ser irán al supermercado con las bolsas cargadas de ternera, jamón y pollo. Esas personas, que sin duda se lanzarían al socorro de cualquiera de los animales del corral si le vieran sufrir, por algún motivo no se indignan por el hecho de que 10.000 millones de ellos sufran innecesariamente cada año en los confines de una industria que no debe responder de sus acciones.

¿A dónde ha ido a parar la empatía?».

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Extraído del libro: «Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas», de Melanie Joy. Editorial Plaza y Valdés.

http://www.plazayvaldes.es/libro/por-que-amamos-a-los-perros-nos-comemos-a-los-cerdos-y-nos-vestimos-con-las-vacas/1523/

 

* Novela infantil norteamericana que relata la amistad entre un cerdito y una niña llamada Charlotte.