Resulta fácil comprender el grado de sufrimiento de los cerdos enjaulados, las vacas separadas de sus terneras, o las ovejas en los mataderos. Pero la vida de los animales en libertad tendemos a considerarla idílica. En el aula explicamos las relaciones en el ecosistema sin expresar sentimientos «el león depreda sobre la cebra». Ninguna mención al sufrimiento que puede haber detrás. Incluso si se utiliza un documental de naturaleza donde se muestran las imágenes más horribles de depredación, seguiremos obviando que hay un animal que lo está pasando mal y que no podrá disfrutar ya de ninguna experiencia positiva. Si una alumna hiciese un comentario empático hacia la víctima, la respuesta será «es lo que ocurre en la naturaleza». Que ocurra en la naturaleza no implica que quien sufre no merezca una empatía. Los humanos también sufrimos muchas muertes naturales (por enfermedad y hambre principalmente) y reconocemos el dolor que hay detrás.
Esta idealización de la vida en libertad que transmitimos en el aula, se extiende a situaciones donde los humanos somos responsables directos. Si hablamos de la destrucción del ecosistema, tendemos a valorar el medio ambiente en sí mismo, sin pensar que para muchos animales eso supone perder su hogar y su vida. Detrás de la destrucción ambiental hay billones de historias de peces que han muerto por intoxicación, lobos que ya no encuentran bosques, conductos de gas que cortan el paso migratorio de bisontes.
Las muertes directas e intencionadas que causan los cazadores todavía son aceptadas por una parte importante e influyente de la sociedad. «La caza es importante por el bien del ecosistema». Se nos olvida, una vez más, que matar a un animal supone quitarle todo lo que tiene, su vida. Y evitamos pensar que la especie que más daños está haciendo al planeta es la nuestra. Otras veces, a los niños simplemente se les transmite el carácter lúdico de matar animales en libertad. No se molestan en argumentar.
Está bien enseñar a un niño a disparar a un animal, pero con una cámara de fotos. Pocas actividades pueden ser tan enriquecedoras como ir con una niña o un niño a dar de comer a los patos y hablar de ellos como individuos, los paseos ornitológicos o ir a ver a los ciervos en libertad una mañana de otoño. Pero en nuestra sociedad se sigue utilizando el término «trofeo» para hablar de un animal libre al que han matado de un disparo, cuando el verdadero trofeo es verlo en libertad.
A los peces, crustáceos, o moluscos, ni los nombramos. No hablamos del número de peces que matamos anualmente, sino de las toneladas recogidas. No son vidas, sino productos. Sus gestos faciales son poco expresivos, no escuchamos sus gritos y viven en un entorno muy diferente al nuestro. Todo ello dificulta aún más el desarrollo empático hacia los atunes, anchoas, truchas, gambas, langostas, cangrejos, sepias o pulpos. Aunque algunos sean cocidos vivos en las nuestras propias cocinas.
En los centros educativos y en el entorno familiar tampoco se suele prestar atención a estas cuestiones. No son raras las visitas a zoos o incluso a circos con animales. Tampoco es raro que la gente se desarrolle como persona, con la presencia durante todo el proceso, de un pájaro enjaulado en la cocina de casa. Nos resulta más cómodo ver a los animales en nuestro hogar que ir a verlos libres en el suyo. Que eso suponga enjaularlos de por vida no parece importar mucho y el mensaje que se transmite a las niñas y a los niños, tampoco.